Tras tanto
movimiento por fin te quedas quieta, con tus pensamientos. Nada más y todo
ello. Piensas porqué haces lo que haces, qué te impulsa, qué te mueve, porqué
te desviaste en esa señal y no en la siguiente o en la anterior. Porqué dejaste
pasar todos esos pueblos hasta que por fin decidiste parar en uno.
Por mucho que lo
piensas, no llegas a la solución de este enigma, sólo tienes una cosa clara, lo
que aquí te trajo fue una necesidad. No sabes cual, sólo que ardía en el fondo
de tu pecho, te molestaba por las noches y te provocaba picores. Llegó el
momento en que esta necesidad misteriosa que habitaba tus sombras se hizo más
fuerte que tus luces, que ya no tenían los suficientes vatios para iluminar tus
días.
Y entonces recorriste
callejones oscuros, fuiste buscando techos, toldos, todo aquello que protegiera
tus entonces sensibles ojos de la luz directa.
Llegaba la noche,
que tras un exagerado y brillante cráter semejante a una sonrisa, te regalaba
picores, ociosidad, quemazón. Pero tu creíste que aún tenías fuerzas para seguir
rascándote, que aún aguantabas bien los ardores refugiándote en un rincón umbrío,
haciéndote un ovillo. Y así pasaban los lustros. Empezaste a notar que tu piel
se estaba tornando naranja, que te había crecido un bulto en la cabeza. Te sentías
hinchada, pesada por fuera y ligera por dentro. Lo ligero quería salir a la
superficie, y una noche de ovillo, el dolor fue insoportable. Tu cabeza palpitaba
y junto a un grito desgarrador, el bulto estalló. Comenzó a salir un gas incoloro,
inodoro. Te arrastraste, chillaste y entonces otra vez, esa necesidad
desconocida te llevó a encender un fósforo. Sólo tuviste tiempo de observar la
llama una milésima de segundo, sólo una milésima de segundo para un porqué
antes de la explosión.
No hace mucho
tiempo de aquello y te encuentras en la habitación de un motel de dos alturas.
La luz entra por una ventana del techo, directamente a tu cabeza, a tu cara, a
tus ojos, a tus rodillas. Sí recuerdas lo que pasó, cómo no vas a recordarlo, y
sí recuerdas como llegaste aquí, no es ahí donde reside el misterio. Pero todo
eso es ya pasado y quedó atrás en la carretera. Sin embargo, sueles mirar tu
piel a menudo, tocar tu cabeza y comprobar que está lisa.
Sales a la puerta
y te apoyas en la fachada, que para tu sorpresa es de piedra y no de fino yeso.
Un pájaro frena su vuelo con un planeo, lo sigues con la mirada. Una pareja
abandona la habitación de al lado, arrastran maletas consigo. También los
observas, parecen felices y tú sonríes. Se suben al coche y ruedan el asfalto
hacia algún otro sitio.
No reconoces
ningún coche como tuyo, por lo que ya estás cerca de tu actual destino, aquel
al que podrás llegar poniendo un pie delante del otro, dejando el primero detrás
del segundo. La necesidad ya no te manda picores, pero tus pensamientos siguen
enviando porqués. Sacas de tu mochila Fahrenheit
451. En el prefacio Ray Bradbury dice que escribió este libro en un sótano
de la biblioteca de la UCLA, junto a muchos jóvenes que como él pagaban dos
céntimos por media hora de alquiler de una máquina de escribir. Ellos no sabían
lo que Ray estaba escribiendo, ni siquiera él mismo lo sabía muy bien. Pero
algo lo llevó allí, un impulso le inyectó palabras en la mente, tinta en los
dedos. Ray nunca cambió su novela escrita en tan sólo nueve días pese a que,
desde la distancia, deseaba añadir más madurez a sus personajes, cambiar
algunos acontecimientos…
Lees repetidas
veces este escrito, te gusta encontrar esa necesidad misteriosa en él. Puede
que sin querer el autor haya impregnado, sin ni siquiera saberlo, alguna de sus
hojas con alguna pista. Aunque en verdad es sólo una forma de darle alivio a tu
mente.
Asumido ya el
papel de ignorante, sólo tratas de poner pesos a un lado y al otro de la
balanza. Buscar pistas y creer que morirás buscando, pese a desconocer esto
último.
Abandonas el
motel y una senda te lleva hasta el pueblo más cercano. Crecen amapolas en los
lados y el camino juega con ellas dibujando sinuosas formas. Observando a tu
alrededor, te das cuenta de que eres una hoja en blanco, y que tus zapatos
están llenos de tierra. Por fin ves el pueblo que tomaste como destino, aquel
cuyo nombre viste escrito en aquella salida de la carretera y que te empujó a
desviarte.
Es tarde y ahora
llueve, estás empapada. Llamas a la puerta de una pensión sin muchas esperanzas
de que te atiendan, pero se abre la puerta y una persona te atiende con una
sonrisa, te ofrece algo caliente y te lleva a tu habitación. Sentada en la
cama, te miras la piel, te tocas la cabeza. Todo está bien.
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